San Luis fuera de ruta. A la altura de Toro Negro un desvío lleva al campo de monte bajo y espinoso. Una chapa despintada y oxidada anuncia Las Margaritas. Para llegar al rancho, hay que pasar tres o cuatro tranqueras.
Sierra, surcos, arroyos y al fin llegamos.
El aljibe, el horno de barro, la quinta, seis o siete higueras y zapallos por doquier. La entrada es por la cocina. El living, ambiente más grande de la casa, hacía de cuarto también.
Un hogar en ochava, otro cuarto-pasillo (que desembocaba en el baño) para papá y mamá. Cuando hacía frío el calefón a leña era la única solución.
Salíamos de allí solo para ir al almacén de ramos generales a comprar bolsas de harina.
No había luz ni agua corriente ni calefacción ni nada.
Un farol adentro. La luna iluminaba la pequeña mesa que invitaba a Don Aguilar, peón del campo, a tomar un vaso de vino.
Su mujer Doña Blanca hacía pan en la matera en un horno de lata que ella misma había ideado.
El almuerzo y la cena se repetían: liebre o vizcacha en escabeche que duraba semanas por el preparado en conserva, verduras de la huerta, higos en almíbar.
Agua sacábamos del aljibe. De noche aparecía una que otra vinchuca y, según me contaron, pumas o jabalíes en busca de gallinas. Varios perros marcaban límite o al menos sus ladridos avisaban que el peligro se acercaba. Don Aguilar parecía tallado en madera. Mirada noble y transparente. De pocas palabras y dignidad única. Los alambrados del campo los hacía con ramas que elegía del monte y a fuerza de tallar con cuchillo bien afilado les daba forma y agujereaba para armar los corrales. En uno de nuestros paseos, fuimos a San Francisco del Monte de Oro, al norte de la provincia.
Entre molles y algarrobos, un humilde ranchito de adobe, barro cocido y techo de paja: primer escuela que fundó Sarmiento cuando tenía 15 años (hoy protegido por una cubierta). De nuevo en la ruta, enclavada al pie de la Sierra de Comechingones, nos zambullimos en la verde y húmeda Quebrada de Santa Elena. No pasaba ni un rayo de sol. El musgo cubría todo el andar. Las plantas parecían mojadas con un rociador y hacían de la reserva natural un bosque exuberante. Mis veranos en San Luis fueron más que paseos por valles, quebradas y ríos.
Compartir la soledad del hombre de campo desde lo más profundo, aislado del “progreso” pero enriquecido y acompañado por todo lo que ofrece la sierra puntana, fue ilustrativo y aleccionador. Don Aguilar y Las Margaritas representan al hombre y su tierra que los viajeros curiosos y hambrientos de lo autóctono añoran conocer.
María Celina Lundin
Periodista
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